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martes, 12 de mayo de 2009

HABLA J. J



Los socios de mi padre eran tres, el primero fue Eduardo. Se conocieron en Garellano, eran compañeros de litera. Desde el principio sintieron que eran almas complementarias, no se parecían en nada y se llevaban muy bien. Mi padre, que era un chico de pueblo asustado, sentía fascinación por la capacidad de Eduardo para buscarse toda clase de problemas, por cualquier motivo y continuamente. Eduardo era hijo de una familia de ricos venidos a menos, de aquellas familias que se habían confundido de bando en la guerra y luego se habían equivocado en todo lo demás. Pero el que tuvo retuvo y Eduardo era el único recluta que iba al cuartel en su propio automóvil, imagínate, un coche en aquellos tiempos. La familia de Eduardo debió notar enseguida la beneficiosa influencia de mi padre en aquel hijo descarriado y desde el primer momento le trataron con mucho cariño, cuando tenían permiso iban juntos a comer a su casa de Las Arenas y luego se iban a bailar a Sondica, a Deusto o donde hubiese música. Eran jóvenes y la vida era una fiesta.
Antes de acabar la mili ya tenían el negocio montado. Eduardo tenía que buscar, entre las familias de clase bien que conocía, gente que quisiera hacer reformas en la casa. Entonces iba mi padre y hacía un presupuesto, daba igual que fuesen trabajos de pintura, electricidad o albañilería, a mi padre todo se le daba bien, al fin y al cabo era el trabajo que siempre había visto hacer a mi abuelo y lo había mamado, si no llegaba a hacer algo siempre sabía a quien recurrir y como hablar con los profesionales. Antes de que se dieran cuenta tenían una empresa con más de cien empleados y estaban haciendo pisos que se vendían sobre plano de forma instantánea, eran los años sesenta. Entonces mi padre vió que necesitaba dos hombres de confianza que le ayudaran y los encontró poniendo baldosas en una obra, iban a destajo y trabajaban como máquinas, José Mallagaray y Antonio Navarro, parecían hermanos y eran fanáticos del mus, unos tramposos de marca: se pasaban las señas con el puro, con la boina, de cualquier manera, el caso es que siempre sabían qué cartas tenía el otro.
Mallagaray y Navarro nunca entendieron qué pintaba Eduardo en aquella empresa y Eduardo no los tragaba. El que tenía las ideas claras y dirigía el asunto era mi padre. Todos los domingos solíamos quedar en el chalé de Eduardo a comer y los cuatro socios echaban partida tras partida mientras hablaban de lo que había que hacer esa semana. Mi padre explicaba detalladamente a cada uno lo que tenía que hacer y los otros se iban calentando a medida que avanzaba la tarde. Lo normal era que Eduardo terminara cabreadísimo y diciendo: "Esto me pasa por jugar al mus con maquetos", Mallagaray y Navarro se morían de risa y mi padre tenía que poner orden para seguir hablando del trabajo. Cuando la comida del domingo se celebraba en nuestra casa, Eduardo venía muy pronto con su mujer y su hija. Lo recuerdo perféctamente, siempre con bolsas cargadas de botellas que tintineaban mientras las llevaba a la nevera. Y recuerdo una frase que decía, al menos yo le recuerdo siempre diciendo aquello, entraba muy contento con sus botellas tintineantes y mientras iba a la nevera le gritaba a mi padre: "Adivina quien vende la chabola".

1 comentario:

  1. un gustazo (de leerle, claro). Lo de su familia, chipewa, merece una saga XD...

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